viernes, 5 de junio de 2009

Luna Roja

Extraído del libro LUNA ROJA,de Miranda Gray. Ediciones Gaia.)
EL DESPERTAR

Sumida en la oscuridad de su cuarto, Eva suspiró profunda¬mente. Había tenido un día realmente difícil: todo le había salido mal, y para colmo ahora había sido «desterrada» a su habitación sólo por haber discutido con su hermano. En un arranque de ira y frustración arrojó la almohada de su cama contra la puerta y ente¬rró la cabeza en el edredón, pero aún así podía oír hablar a su ma¬dre y también a su hermano, que no dejaba de gimotear.
De pronto reparó en una intensa luz plateada que entraba por la ventana y se giró hacia allí: por un instante fue como si el tiempo se hubiese detenido y el murmullo.de la televisión y las voces de la fa¬milia provinieran de muy lejos. Muy despacio se bajó de la cama y comenzó a caminar por el cuarto —que ahora le resultaba descono¬cido bajo aquel resplandor de plata— y se arrodilló sobre una vieja silla en la que se amontonaba una pila de ropa y situada al lado de la ventana; abrió ésta y se asomó. Era una noche cálida y mágica. So¬plaba una brisa fresca que se empeñaba en jugar con su pelo largo, y hasta la ciudad había adoptado una serenidad inusual: el tráfico noc¬turno no era más que un ruido sordo. La ventana de aquella habita¬ción daba al sur, así que la visión era realmente espléndida: desde allí se podían ver claramente todos los tejados de las casas vecinas.
Justo enfrente, suspendida en un cielo azul ultramar que le daba un marco imponente y con una única estrella como compañía, bri¬llaba la luna llena. Eva pidió un deseo en silencio mientras la con¬templaba: resultaba extraña flotando sobre la palpitante ciudad, irradiando una magia que la hacía estremecer. Su cuerpo entonces pareció fundirse con la luz de la luna y con la tierra sobre la que se encontraba su casa para fluir con ambas, y supo que esa misma luna había brillado sobre aquel preciso lugar durante millones de años. El Tiempo se hizo visible ante sus ojos: era un brillante hilo de plata que partía de ella misma y se extendía hasta la oscuridad del pasado. Aun con los pies en la tierra, el suave roce del Tiempo des¬pertó su conciencia. Primero le hizo ver una ciudad joven plagada de incendios causados por las bombas de la guerra y, casi inmedia¬tamente después, un pequeño asentamiento entre dos ríos atacado por invasores que encallaban sus embarcaciones en la orilla. Las imágenes siguieron cambiando en una rápida sucesión: un reducido grupo de personas que cavaban una trinchera valiéndose de picos hechos con cuernos dieron paso a la visión de extensos bosques que desplazaban a los seres humanos, para de inmediato pasar a blan¬cas olas de hielo que «limpiaban» la tierra. Los bosques, los ríos, los océanos y los desiertos avanzaban y se retiraban, y siempre brillaba la misma luna en el cielo. Finalmente surgió la tierra desde los océa¬nos primitivos, y por un instante la incipiente conciencia de Eva comprendió la eternidad de la luna y su silencioso compañerismo hacia todas las formas de vida.

El Tiempo había llevado la conciencia de Eva hasta el origen de la creación y ahora la dirigía hacia el futuro: frente a sus ojos las primeras criaturas terrestres comenzaron a emerger de las aguas en las que habían nacido, siempre bajo la luz de la luna llena; una hembra primate, sentada sobre las ramas de un árbol, extendía los brazos hacia arriba pretendiendo acariciar la superficie de la lumi¬nosa esfera, y una cavernícola desnuda y cubierta de tatuajes ofre¬cía a la dama del cielo su hijo recién nacido. Eva continuó obser-vando: una sacerdotisa vestida de blanco arrojaba incienso sobre un brasero dorado frente a un espejo de plata, y una niñita de pelo os¬curo se asomaba a una ventana y miraba la luna.
Bañada por la luz plateada, la jovencita pudo sentir que los zar¬cillos del Tiempo abandonaban su conciencia, pero que el rayo de vida que le conectaba con todas las demás mujeres que contempla¬ban a la Diosa Blanca seguía allí: estaba emparentada con todas ellas; formaba parte de una hermandad que había percibido la lla¬mada de la luna y había respondido a ella. Las tierras, el lenguaje y las culturas del mundo podían ser diferentes, pero todas las mujeres miraban la misma luna y estaban unidas por su luz y sus mareas.
La visión de la luna había hecho que Eva se sintiese pequeña e insignificante en relación con la inmensidad del tiempo, pero sin embargo ahora percibía que formaba parte de algo especial que su¬peraba su vida cotidiana. Extendió el brazo hacia el cielo como si quisiese tocar aquella poderosa fuente de luz y susurró: «Compa¬ñera de las mujeres: ¡vela por mí!». No sabía bien por qué lo había dicho, pero de lo que sí estaba segura era de que tenía una extraña
necesidad de expresar su repentina conexión con la luna. Detrás de sí, y como si se tratase de otro mundo, la jovencita oyó que sus pa¬dres apagaban el televisor y vio que la casa quedaba a oscuras; aun¬que deseaba estar toda la noche contemplando el cielo, de pronto sintió mucho sueño y a regañadientes se acostó. Siguió mirando el luminoso círculo desde la cama hasta que los párpados le pesaron demasiado y no pudo mantenerlos abiertos.


El pánico se apoderó entonces de su mente dormida: algo ma¬ligno le perseguía en la oscuridad. Cada vez más atemorizada corría a ciegas entre oscuras siluetas, y aunque quería gritar, no podía. Desconocía de qué estaba escapando, si «aquello» tenía alguna forma en particular o si se trataba de un fantasma o espíritu, pero de lo que sí estaba segura era de que el miedo surgía de lo más pro¬fundo de su ser. Las ramas le arañaban la cara y las manos mientras huía desesperadamente a través de un bosque denso y enmarañado, y sin embargo aquella forma estaba cada vez más cerca: podía sen¬tir su desagradable presencia.
Mientras corría, el sonido apremiante de un cuerno de caza que¬bró el silencio de la noche, y por un instante se detuvo para recuperar el aliento, sin saber qué camino seguir. Con el rabillo del ojo pudo ver que una sombra se deslizaba rápidamente hacia ella. «¡Demasiado tarde!», pensó mientras se daba la vuelta y se zambullía entre la ma¬leza; intentaba abrirse paso en la espesura, pero las espinas le rasga¬ban la ropa y le lastimaban las piernas. Presa del pánico miró detrás de sí y vio que otras dos horribles figuras se habían unido a la primera.
Los arbustos la arañaban ferozmente, y, cuanto más intentaba avanzar más le retenían las espinas. Atrapada y aterrorizada, se agazapó y, gimoteando, se cubrió la cara con las manos; rezó con toda el alma para que no le encontraran, pero pudo ver que las som¬bras se estaban acercando. Cerró los ojos con más fuerza que nunca y se puso a llorar.
De pronto pareció estallar frente a ella una brillante luz blanca que, al chocar contra sus párpados cerrados, adquirió un tinte rojo intenso. Sobresaltada abrió los ojos, y dentro de la luz pudo vislum¬brar la silueta de una mujer que, mirando hacia las sombras, le¬vantó los brazos y dio una sola orden: de inmediato las horribles fi¬guras se escabulleron en la oscuridad. A continuación ladeó la cabeza como si estuviese escuchando, y Eva pudo distinguir el débil sonido de un cuerno que, desde la distancia, anunciaba una reti¬rada. Por último giró hacia la niña, y el aura resplandeciente que emanaba de ella se disipó poco a poco hasta dejar al descubierto su alta silueta bañada por la luz de plata de la luna llena. Fascinada, la jovencita se alejó de las espinas y estiró los dedos para tocar la mano que le tendía esa mujer, la Reina Luna, quien sonriendo dijo: «Bienvenida, niña», mientras que parecía que un millón de voces fe¬meninas repetían esas mismas palabras en la mente de Eva.
Pensó que jamás había visto mujer más hermosa, ya que bajo la luz de la luna su piel era suave y blanca como la seda y los ojos le brillaban con su reflejo. Vestía una larga túnica azul claro y sobre los hombros llevaba una capa que sujetaba con un alfiler de plata exquisitamente trabajado. El pelo, largo y claro, le caía sobre la es¬palda y una sencilla cinta le cubría la frente. Eva se sentía segura ante su presencia, y tuvo la rara sensación de que conocía a esta mujer de toda la vida. La Reina Luna la ayudó a salir de la densa maleza, y mientras caminaban entre los árboles plateados habló con una voz suave y melodiosa que se asemejaba a un manantial burbu¬jeante.
«Esta noche es muy especial para ti, pues la rueda de la vida ha girado para indicar que has dejado de ser niña y te has convertido en mujer. Mis hermanas y yo te guiaremos, y aunque tal vez no comprendas todo lo que veas o sientas durante esta transformación, al menos empezarás a hacerlo.
«Durante la infancia tus energías son lineales; fluyen constante¬mente con el único cometido de hacerte crecer tanto física como mentalmente para que dejes de ser un bebé y te transformes en una mujer adulta. Cuando llega ese momento las energías también se modifican: dejan de ser lineales y se convierten en cíclicas. Seguirán un ritmo que se repetirá una vez al mes, y el color y el sabor de tu ritmo serán sólo tuyos; yo estoy aquí para ayudarte a tomar con¬ciencia de ello, y para que conozcas las diferentes energías que en¬cierra ese ciclo.»
Habían llegado a un pequeño claro en el bosque; Eva miró hacia el cielo y se maravilló al comprobar que la luna estaba rodeada de miles de estrellas que parecían diamantes danzando en la oscuri¬dad; luego, durante un instante, el cielo cobró profundidad y reflejó la ilimitada inmensidad del universo.
«Por ser mujer estás vinculada al ritmo del universo. —Las pala¬bras de la Reina Luna parecían un murmullo en el espacio infi¬nito—. Durante generaciones las mujeres han sido la conexión entre el hombre y el cosmos pues, a partir de su primera menstruación, las hembras primates evolucionaron de un modo distinto que el resto del mundo animal, y cada flujo de sangre se transformó en un reloj que armonizaba con los ritmos universales.»
Tales palabras llegaron al alma de la niña, quien deseó viva¬mente poder abandonar las restricciones de su cuerpo y fundirse con las estrellas. Pero en ese momento un escalofrío le recorrió la espalda y, como si se tratase de un estanque agitado por las olas, la escena comenzó a oscilar hasta finalmente cambiar por completo.

Eva se encontró entonces de pie en una enorme y oscura habita¬ción circular con suelo de baldosas blancas y negras, en cuyo centro había cuatro imponentes trípodes de cobre que sostenían cuencos con fuego, a modo de antorchas. La luz débil y vacilante de las lla¬mas rodeaba e iluminaba la silueta de una mujer sentada que volvía elrostro hacia el lado contrario de donde se encontraba la niña, quien sin dudarlo un instante se le acercó, consciente de que la Reina Luna la seguía.

En un sólido trono tallado en madera se encontraba una mujer cuya belleza superaba cualquier descripción. Vestía una túnica de seda liviana, y tenía una melena que llegaba hasta el suelo y parecía florecer entre las baldosas. Al principio Eva creyó ver que estaba cu¬bierta de pies a cabeza por un finísimo velo plateado adornado con gran cantidad de joyas que brillaban intensamente, pero a medida que se acercaba pudo comprobar que las gemas eran en realidad minúsculas arañas que laboriosamente tejían el velo. El semblante de la mujer transmitía calma y serenidad, y miraba hacia un tazón de plata que reposaba en su regazo, lleno de agua cristalina. Una profunda quietud emanaba de aquella figura, como si fuese eterna; apoyaba suavemente las manos sobre el borde del recipiente, y de un corte en uno de sus dedos brotaban gotitas de sangre que, al caer al agua, la teñían de un color rojo intenso.
—¿Quién es? —preguntó Eva.
—Es la Señora de los Ciclos —respondió la Reina Luna—. Cada gota de sangre marca una luna nueva, y cada lágrima, una luna llena.
Entre las largas pestañas de la mujer apareció una única lá¬grima que comenzó a deslizarse por su mejilla.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Desde que la primera mujer comenzó a menstruar. Permane¬cerá aquí a través de los tiempos, contando los ritmos de la luna y midiendo los ciclos femeninos, que son diferentes de los de los hom¬bres: ellos siguen al sol, mientras que nosotras nos guiamos por la luna. Como verás, fueron las mujeres las que por primera vez midie¬ron el tiempo.
La Reina Luna cogió a Eva de la mano y juntas dejaron la habi¬tación tras cruzar una puerta de roble; fuera, la luna llena ilumi¬naba el bosque. Al darse la vuelta, la jovencita vio que acababan de salir de una enorme cabana circular con techo de paja que parecía tocar el cielo, como si fuese una colina. Cuando la Reina Luna hubo cerrado la puerta, se agachó para coger una rosa de un arbusto y se la ofreció a Eva.
—Es un regalo de la Señora de los Ciclos.
La rosa se veía de un blanco purísimo a la luz de la luna, pero en cuanto la niña le tocó el tallo, el centro de la flor se tino de un color rojo profundo que fue cubriendo los pétalos hasta hacerlos cambiar de color completamente. Rítmicamente la flor pasó de ser roja a blanca y roja nuevamente entre las manos de Eva quien, al levantar lamirada para interrogar a la Reina, se dio cuenta de que la luna había cambiado: ya no estaba llena sino en cuarto menguante; luego desapareció por completo y por último resurgió en cuarto creciente. Cada vez con mayor velocidad la luna siguió pasando por cada una de sus fases mientras la flor también cambiaba de color cíclica¬mente; a veces era la flor blanca la que coincidía con la luna llena, y otras lo era la roja: Eva entonces comprendió que el ciclo de la rosa oscilaba entre la luna llena y la nueva.
Con un dedo tocó aquella flor fascinante, y al instante sus péta¬los se convirtieron en suaves plumas que danzaron en el aire; fue tal su sorpresa que se echó a reír, y en ese momento una paloma blanca se elevó hacia la oscuridad del cielo.
—Durante tu vida fértil tu ritmo te acompañará; a veces coinci¬dirá con el de la luna, otras será más largo o más breve. Menstrua-rás con la luna llena y tal vez con la luna nueva; todo ello es natural: tú eres tu propio ritmo y debes conocer y aceptar tu ciclo individual. A lo largo de la historia, todas las mujeres han estado unidas por los ritmos de la luna.
Eva entonces volvió a sentir que estaba hermanada con las mu¬jeres prehistóricas y que todas, incluso ella misma, estaban vincula¬das a la luna.
—¿Qué necesidad hay de relojes si estamos unidas a los ritmos y las normas de la tierra y el universo? —pensó.
Pero de pronto sintió un dolor punzante en el dedo: se había cla¬vado una espina de la rosa que llevaba en la mano, y en la yema bri¬llaba una gotita de sangre de color rojo intenso. La Reina Luna le cogió la mano y con mucho cuidado limpió el líquido carmesí con un pañuelo blanco; con él envolvió cuidadosamente el tallo de la flor, besó a Eva en la mejilla con gran delicadeza y sonrió.
—Tienes que conocer a mis otras hermanas, pero primero debes descansar.
La niña estaba a punto de decir que no estaba cansada cuando repentinamente sintió que el letargo se apoderaba de ella: no podía dejar de bostezar. La Reina Luna, aún sonriendo, la condujo hasta la base de un gran roble y le indicó que se acostara sobre un trozo de tierra cubierto de musgo; entonces, acurrucándose entre las raí¬ces del árbol, Eva cerró los ojos. Antes de dormirse, sin embargo, se detuvo a contemplar el reflejo de la luz de la luna sobre las zarzas.
Cuando despertó, el canto de los pájaros invadía el ambiente. Se sentó y bostezó; se sentía renovada y feliz. Luego se apoyó contra la base de un ciprés muy alto que se encontraba en una colina rocosa, dorada como la arena, y desde allí comprobó que estaba rodeada de un bosque de pinos, abedules, cipreses y olivos; a lo lejos se veía elazul del mar. De pronto alguien le cogió la mano y le hizo ponerse de pie y empezar a correr: se trataba de una joven griega no mucho más mayor que ella, muy bella, de pelo rizado —que llevaba recogido con un pañuelo—, y piel suave y delicada; vestía una corta túnica de tela liviana sujeta al pecho con hilos dorados, y sandalias de piel cuyas correas le llegaban a las rodillas. En la otra mano llevaba un pe¬queño arco de plata, y una aljaba de cuero colgando del hombro.

Ya completamente despierta, Eva consiguió llevar el ritmo de su acompañante y sintió la belleza de la libertad de movimiento. Mien¬tras corrían bajo la luz del sol se dio cuenta de que no estaban solas: con el rabillo del ojo pudo distinguir las figuras saltarinas de una cierva, de una hembra de gamo, otra de liebre y una tercera de ca¬bra salvaje, así como una osa que también corría. De improviso una leona salió de su escondite y se unió a ellas en su carrera a través del bosque: bajo el sol parecía un rayo de luz, y los ojos le brillaban con la intensidad del fuego.
Eva sentía que podría correr eternamente, pero por fin dejaron atrás los árboles y se detuvieron en la ladera de una verde colina que se extendía hasta un llano; desde allí pudo divisar una pequeña bahía, apenas visible bajo la bruma que producía el calor y que re¬flejaba la intensa luz solar. Cansada pero no exhausta, se sentó y es¬tiró las piernas. La joven griega se unió a ella y la leona se posó ele¬gantemente a sus pies.
—Mi nombre es Artemisa, la mujer del Arco Brillante —dijo la joven, y echó la cabeza hacia atrás—. Soy una de las diosas vírge¬nes.
Eva notó que alrededor del cuello llevaba un cordón de cuero del que pendía la diminuta figura de un falo.
—Se ha escrito mucho acerca de las diosas vírgenes, y también se ha esperado mucho de la virginidad. —Hizo una pausa y luego se inclinó para tocar el vientre de Eva—. Tú eres virgen en el sentido moderno del término, mientras que yo soy virgen tal y como se en-tendía en la antigüedad. Soy una mujer que sólo se ocupa de sí misma; soy independiente, segura y consciente de mi persona. Cele¬bro la vida a través de mis acciones y estoy completa. Represento la etapa del ciclo menstrual anterior a la liberación del óvulo; no soy fértil y en consecuencia no creo vida. Soy yo misma y mis energías son mías.
Artemisa tocó el falo que llevaba al cuello y sonrió.
—No soy célibe; disfruto de la sexualidad de mi cuerpo y estoy completa sin tener la necesidad de casarme ni tener hijos.
Se pusieron de pie y comenzaron a caminar hacia los árboles.
—Todos los meses pasarás por una etapa de renacimiento: despues de cada menstruación serás como una virgen otra vez. En la antigua Grecia existían ceremonias en las que las mujeres lavaban su ropa blanca manchada de sangre una vez finalizado su ciclo menstrual, y celebraban su renacer como mujeres completas y tota¬les. Este es el momento en el que debes poner orden a tus pensa¬mientos, tomar decisiones claras y actuar de acuerdo con ellas. Eres independiente, consciente de tu cuerpo y sus necesidades, y estás segura de ti misma. Algunos hombres se sienten amenazados por esta fase y consideran que sus atributos son «masculinos», pero son tan inherentes a la mujer como el hecho de cuidar y nutrir a los de¬más. Son un don: dales buen uso.
Mientras Artemisa hablaba, Eva sintió la calidez de su propio vientre y luego un fuego que le recorría el cuerpo y le hacía desear echarse a correr de nuevo; sin embargo se contuvo.
—¿Qué sucede cuando eres mayor y dejas de tener el ciclo?
quiso saber.
—Eres como una virgen otra vez. Es el momento propicio para que la mujer se detenga a examinar su vida, acepte su mundo inte¬rior, si es que aún no lo ha hecho, y se mueva dentro de él. Pero no estoy aquí para enseñarte eso todavía; tienes muchas otras cosas que aprender antes de que llegues a esa etapa de tu vida.
Caminaron en silencio durante unos minutos, y cuando Eva giró para hablar con la diosa, se dio cuenta de que estaba sola; miró a su alrededor y comprobó que no sólo Artemisa había desaparecido, sino también el bosque y la ladera. Ahora se encontraba de pie entre las líneas perfectamente simétricas de un huerto de olivos; los árbo¬les llegaban hasta el borde de un acantilado desde el que podía verse el azul profundo del océano rompiendo contra las rocas blancas. De pronto una mujer hizo su aparición entre los olivos y, sin ninguna prisa, comenzó a caminar hacia ella: Eva se preguntó si sería otra de las hermanas de la Reina Luna y la examinó minuciosamente mientras se acercaba.
Se trataba de una mujer alta y elegante, de facciones fuertes y mirada inteligente y penetrante; tenía pelo negro y lo llevaba reco¬gido con alfileres de oro. A diferencia de Artemisa, vestía una falda de lino blanco y fino paño dorado, cubierta de bordados y acabada en borlas. Sobre los hombros llevaba una blanquísima piel de cabra que sujetaba con dos broches en forma de cabeza de serpiente, y en la que se podía apreciar el bordado de una cara de color rojo—do¬rado, con serpientes a modo de cabello; también había serpientes, pero doradas, decorando el borde de la piel. Con la mano derecha la mujer sostenía una lanza con punta de bronce, y en los pies llevaba unas sencillas sandalias.
El calor del mediodía era tan intenso que rizaba el aire; sin ha¬blar, la impactante mujer invitó a Eva a acercarse hasta la sombra de un pequeño olivo, debajo del cual había un pequeño altar y una silla de piedra. Tomó asiento e indicó a la niña que hiciese lo mismo sobre la hierba, a sus pies; por un momento la miró fijamente y luego habló.
—Soy Atenea, la Virgen Eterna, el fuego que crea la sabiduría fe¬menina. —Cogió a Eva de la mano y continuó—: Tu ciclo no sólo te proporciona energías creativas para engendrar un niño real; asi¬mismo te permite dar vida a una idea, que también es tu hija. —En¬tonces tocó la frente de la jovencita—. Tú produces la chispa de la vida, la llevas en tu cuerpo, la nutres y dejas que crezca para por fin hacerla salir al mundo. Los niños reales lo hacen a través del útero, mientras que las ideas surgen de tu cuerpo, tus manos, tus pies, tu voz. —Besó la mano de Eva como rindiéndole homenaje y siguió hablando—. Una mujer que no tiene hijos no está incompleta ni es antinatural, ya que su descendencia son las ideas que lleva en su in¬terior, y su nacimiento es el modo en que las expresa en el mundomaterial.
—¿Y de dónde provienen estas ideas? —preguntó la jovencita, perpleja.
—Tu sexualidad despierta ciertas energías que siembran las se¬millas de la inspiración. El acto sexual puede crear tanto un niño real como una idea, y ser el fuego que guía al artista, el poeta, el músico y el vidente. Es un acto sagrado pues plasma lo divino en elmundo real.
Eva sintió que sus propios dedos generaban calor y palpitaban en su necesidad de crear.
—¿Cómo son esas hijas-ideas? —quiso saber. —Pueden adoptar infinitas formas. No importa de qué manera las expreses ni lo que tú o los demás piensen del resultado final: lo que cuenta es el surgimiento de una idea, y no la idea en sí misma. Tal y como sucede cuando tienes hijos reales, tu corazón siente de una forma determinada y tal vez te parezca que las opiniones de los demás son un ataque a lo más profundo de tu alma; pero siem¬pre debes permitir que esa hija crezca a su modo en el mundo ma¬terial. Crear puede ser una forma de meditar u orar, y es el acto de crear y no la creación en sí misma lo que refleja lo divino. Las mu¬jeres son diferentes de los animales, pues su sexualidad no se rela¬ciona simplemente con el acto de engendrar hijos, sino que libera sus energías todos los meses a través del ciclo menstrual. Esta es la sabiduría de las mujeres: de ella nace la capacidad de mejorar la vida, fabricar utensilios, crear relaciones estructuradas y comunidades, y expresar la relación que existe entre la humanidad y la na¬turaleza.
Atenea se agachó para recoger una moneda que estaba en la base del altar, cubierta de polvo, y se la entregó a Eva, quien la lim¬pió para poder examinarla: era pequeña, gruesa y estaba hecha de plata, aunque había perdido el brillo; en una de las caras podía verse una lechuza, y en la otra el retrato de la diosa llevando un yelmo.
—La moneda es un símbolo de las energías y los poderes que poseo —dijo Atenea. Eva levantó la mirada, sorprendida:
—¡Pero yo pensaba que el dinero era malo y causaba todos los problemas del mundo!
Atenea rió y dijo: —¿Qué hace falta para que exista una mo¬neda?: un artesano muy hábil y talentoso capaz de crear un objeto de semejante belleza. —A continuación cogió la que la niña tenía en la mano y la levantó—. La moneda necesita tener cosas que com-prar, y por eso la gente inventa objetos bellos y prácticos; necesita tener valor, y con ese fin las personas crean estructuras entre sí. Con la moneda llega la distribución y el comercio, y allí donde se encuentran las mercancías y las monedas florecen los mercados; a partir de ellos se desarrollan las comunidades, y las ciudades y los reinos evolucionan con las estructuras, las leyes, el aprendizaje y la cooperación. Como ves, la moneda simboliza la capacidad de orde¬nar la vida, crear estructuras y canalizar los instintos y las energías: es un símbolo de la civilización.
La moneda destelló bajo la luz del sol y la diosa continuó hablando: —No es mala, y tampoco lo son mis energías; la inspira¬ción, la claridad mental y la organización son energías que están abiertas a todas las mujeres dentro de su ciclo menstrual.
La moneda de plata brilló una vez más, y en esta ocasión Eva se encontró frente a la antigua ciudad de Atenas; las energías de las diosas estaban presentes en los intrincados diseños que un alfa¬rero pintaba sobre un ánfora, en la habilidad de un artesano que trabajaba una copa de metal cubierta de joyas, en la sutileza de un tejedor que regateaba con un mercader en una esquina, y en el modo en que se desarrollaban los juicios en las salas de tribunales del gobierno. Cuando miró hacia arriba, la imagen de Atenea se elevó hacia el cielo y se encumbró sobre la ciudad: en la mano dere¬cha llevaba una lanza, en la izquierda un gran escudo dorado, y en la cabeza un yelmo resplandeciente. La piel de la diosa se iluminó con gran intensidad al caer el sol, y un pequeño olivo de color verde oscuro creció a sus pies, sobre la estéril piedra blanca sobre la que ella se erguía. Desde allí miró a Eva, que estaba inmóvil y la obser¬vaba con los ojos muy abiertos, se inclinó hacia atrás, tensó sus brazos poderosos y a continuación arrojó la lanza con una fuerza colo¬sal: entonces un deslumbrante cometa de fuego atravesó el cielo a gran velocidad en dirección a la niña.

La estrepitosa luz sobrecogió a Eva, pues de ella surgían imáge¬nes que giraban vertiginosamente: vio cómo nacían, se desarrolla¬ban y prosperaban las comunidades primitivas, y comprobó que sus primeras expresiones artísticas reflejaban fielmente el universo; la luz volvió a brillar y entonces pudo apreciar la estructura de la so¬ciedad, la trama de las leyes, las enseñanzas, los juicios y las artes. Mientras tanto la ciudad latía vivamente, consciente de la energía que emanaba de la diosa. Eva sintió que de la oscuridad de su pro¬pio interior también fluía una energía blanca y pura, así que dejó a un lado sus dudas y temores y se abrió por completo ante aquel po¬der; durante unos instantes se sintió suspendida en el tiempo, pero enseguida el mundo regresó como si de una barrera de fuego se tra¬tase, lleno de color y extremadamente detallado. Cada imagen, tex¬tura, sonido y forma emanaba oleadas de ideas, conexiones y dise¬ños que daban vueltas por su mente para luego salir de sus labios como un torrente de poesía y revelaciones. Tan abruptamente como había aparecido, la avalancha cesó y, tras extinguirse el fuego, Eva se desplomó sobre el suelo, cansada pero en paz, ante aquella lanza que por fin se clavó en la tierra, a sus pies.
Después de descansar unos minutos se inclinó hacia adelante para cogerla, pero en ese momento un brazo poderoso la elevó por los aires junto a la lanza de Atenea, y la «arrojó» a la parte trasera de una carroza de mimbre que se movía a gran velocidad, guiada por una mujer de brillante pelo rojizo hasta la cintura que incitaba a sus caballos a ir más aprisa. Eva tenía miedo, pero a la vez estaba fascinada ante la habilidad y fortaleza de esa mujer alta e impo¬nente que se balanceaba con el movimiento de la carroza. Vestía una túnica de varios colores, y con un gran broche sujetaba una capa que se agitaba violentamente sobre sus hombros; alrededor del cuello lucía un collar de hilos de oro trenzados que reflejaban inten¬samente la luz del sol, tenía la piel bronceada, y los ojos le brillaban como el fuego. Por último Eva reparó en sus manos, que llevaban las riendas con maestría: eran toscas y estaban curtidas por la ac¬ción del aire, el agua y el sol.
El paisaje pasaba bajo las patas de los caballos con la celeridad de un rayo: en cuestión de un minuto pasaban de una pradera de color castaño a un bosque de robles; la velocidad era tal que parecía desgarrar el pelo de Eva y le hacía dar gritos de júbilo: se sentía más Inerte que nunca, con la mente aguda y clara, y ese vigor que le re¬corría el cuerpo le hacía sentirse capaz de lograr todo lo que se propusiese. Era libre e independiente: una leona con fuerza para luchar y dar protección.
Justo en el momento en que la niña sintió que iba a estallar de júbilo, la mujer hizo que los caballos dejasen de galopar, y ya al trote recorrieron un bosque, amparándose bajo la sombra de sus ár¬boles; les rodeaba una fresca sensación de quietud, pero la sangre de Eva aún burbujeaba de regocijo. Sonriendo, la mujer le ayudó a bajar de la carroza y dijo con voz profunda y potente:
—Mi nombre es Boudicca, y soy la Reina de los ícenos. Lucho para proteger y servir, nunca para destruir. Soy la verdadera Victo¬ria, arbitro de la paz; estoy comprometida con los demás y con sus causas, y mantengo ese compromiso.
A continuación ella también bajó y, dando largos pasos, se acercó a uno de sus caballos; mientras inspeccionaba sus guarnicio¬nes continuó:
—En la época de los celtas se respetaba a la mujer; las tierras y el poder eran suyos por derecho propio y se la veneraba por su jui¬cio y las virtudes que aportaba a la comunidad. La mujer incitaba a los guerreros a entrar en acción, pero también arbitraba la paz: era la fuerza que sustentaba a los hombres y a la tribu. —Acarició afec¬tuosamente el pescuezo del caballo—. Tú estás experimentando la fortaleza de la mujer, el radiante dinamismo de las fases de luz; pero dentro de un tiempo sentirás cómo pierdes esa energía, que se transformará en oscuridad. No mires atrás buscando la luz, pues si lo haces te perderás los dones de la oscuridad: busca en su interior, acepta sus poderes y observa la luz que de ella nace.
La Reina se dio la vuelta y de un salto subió a la carroza con la gracia de una gacela; levantó un brazo a modo de despedida y se alejó, agitando las riendas.
La carroza atravesó el bosque como un rayo de sol hasta que se transformó en un punto de luz en la distancia. Eva, moviendo enér¬gicamente los brazos, vio cómo la diminuta silueta de la Reina le decía adiós una vez más y por fin desaparecía llevándose tras de sí la luz del día, mientras ella seguía con los brazos en alto y un grito en la garganta. Se sentía un poco triste: Boudicca le había gustado mucho.
Una vez más se encontró de pie en medio del bosque; a su lado estaba la Reina Luna, y en su compañía caminó en silencio hasta que la energía de la Reina de los ícenos se hubo aplacado para transformarse en un sentimiento de seguridad y armonía dentro de su ser.
Llegaron hasta un claro; allí, en el centro de una pequeña isla, crecía un bellísimo árbol de tronco rosa que se dividía en dos ra mas, cargadas de frutos rojos. Era una imagen impactante: sus raí¬ces caían a las aguas del estanque que lo rodeaba, y la luna llena — que parecía estar sentada en las ramas superiores— reflejaba su luz en aquel espejo azul.
—Este es tu Árbol del Útero —dijo la Reina Luna mientras to¬caba el vientre de Eva, justo debajo del ombligo. En respuesta a esa caricia, la niña sintió que su útero irradiaba calidez y vio que el Árbol también respondía, brillando de energía.
—El estanque es tu subconsciente, y las raíces de tu Árbol llegan hasta su parte más profunda; esto quiere decir que la mente y el útero están íntimamente ligados: lo que pasa en uno de ellos se re¬fleja en el otro y viceversa.
Eva, que se sentía en paz y armonía con el árbol, no pudo resis¬tir la tentación de acercarse a él: caminó hasta la orilla y se detuvo a admirar las ramas con el deseo de tocarlas, mientras que las hojas, que cruzaban todo el estanque, crujían y susurraban su nombre.
—¡Eva, Eva! —parecían cantar—. Coge un fruto de tu árbol.


Entonces extendió el brazo para llegar hasta una rama que casi tocaba el agua, pero de inmediato retiró la mano: había visto una pequeña serpiente verde entre las hojas y los frutos, que silbaba mientras levantaba su cabeza triangular.
—Soy la guardiana del árbol —dijo, y sus diminutos ojos deste¬llaron en la oscuridad—. Si coges este fruto te convertirás en mujer y heredarás todos los poderes propios de la condición femenina. Menstruarás con la luna y te volverás cíclica, nunca constante: con-tinuamente cambiarás junto con sus fases. Los poderes de la crea¬ción y la destrucción despertarán en tu cuerpo, y mediante tu intui¬ción conocerás los misterios más profundos. Tu vida se transformará en una sendero entre dos mundos, el interior y el exte¬rior, y sentirás que cada uno de ellos te exige algo. Debes aceptar y apreciar todos los poderes que conlleva el hecho de ser mujer por¬que, si no lo haces, ellos mismos pueden destruirte. —La serpiente desenrolló su cuerpo—. No es fácil aceptar esta responsabilidad: se¬ría mucho más sencillo seguir siendo niña.
Eva permaneció inmóvil durante unos instantes y luego, deján¬dose llevar por un impulso, estiró el brazo y arrancó un fruto de la rama. En ese momento la serpiente la mordió y, antes de que Eva pudiera reaccionar, se metió en su interior y llegó a su vientre: en¬tonces la niña sintió un suave calor entre las piernas y de pronto, como si de agua se tratase, un arco iris de vibrantes energías fluyó de su vagina. Surgían desde su interior y le acariciaban la cabeza, la garganta, las manos y los pies, mientras que en su mente resonaba una única nota que le recorría todo el cuerpo y lo colmaba de sonido. Las energías se expandieron hasta abarcarlo todo y unieron a Eva con la creación, quien se convirtió así en el equilibrado eje en¬tre la energía y el mundo a su alrededor. Finalmente la niña levantó los brazos por encima de su cabeza y gritó de puro placer, derra¬mando toda aquella energía sobre el mundo como una espiral de so¬nido que se elevaba incesantemente. Con gran calma percibió ese poder que había estado latente en su interior y tomó conciencia de su propia capacidad de hacerlo surgir a voluntad. Cuando miró ha¬cia abajo, vio que la serpiente aún estaba en su interior, bajo su vientre. A continuación giró para alejarse del árbol, y entonces des¬cubrió que la Reina Luna estaba de pie a su lado.
—Ahora ya has asumido los poderes de la mujer. A medida que adquieras más experiencia con respecto a tu ciclo, necesitarás en¬contrar el mejor modo de utilizar esas energías durante tu vida. Pero no estás sola: desde tu interior recibirás la guía y el apoyo que te harán falta durante tu vida menstrual. Esta noche mis hermanas y yo te mostraremos muchas más cosas que te ayudarán a emplear el don que has recibido. Toca tu árbol una vez más.
Así lo hizo Eva y, como si se hubiese abierto una puerta, el tronco del árbol se partió en dos y dejó al descubierto el intenso co¬lor carmesí de su interior; allí había una mujer desnuda que tenía los ojos cerrados, y cuyo cabello rojizo se mezclaba con los vasos capilares del tronco. La niña sintió que el árbol de su interior se mo¬vía para fundirse con su útero, y mentalmente pudo ver cómo sus raíces se unían a él. Y la luna, mientras tanto, brillaba tanto en su mente como en las ramas del árbol. El fruto que tenía en la mano se deshizo gradualmente hasta desaparecer, y la niña se percató de que nuevamente se había quedado sola en el claro, en plena oscuridad.
En ese momento un destello blanco atrajo su atención: se tra¬taba de una gran liebre que la miraba fijamente. El resplandor de su pelaje iluminaba el claro con una suave luz plateada, y sus ojos os¬curos parecían estar llenos de estrellas y sabiduría; el único adorno que llevaba era un collar de pequeñas gemas rojas. Gracias a esa te¬nue luz blanca, Eva pudo ver que ya no estaba sola, sino rodeada de muchos animales de todo tipo que la observaban en silencio. No pudo menos que suspirar ante tanta belleza y poder: cada animal irradiaba gracia e inteligencia y todos parecían blancos bajo aquel resplandor. El brillo de sus ojos animó a Eva a acercarse a ellos sin sentir ningún temor, como si les conociese de toda la vida. Entonces pudo ver un toro muy grande y poderoso, un caballo salvaje de im¬ponente pelaje, un unicornio plateado, una paloma blanca, una pe-queña serpiente verde y una bellísima mariposa. La mayor parte de los animales parecía llevar alguna joya o cargar con un regalo u ob jeto, y la niña tuvo la sensación de que si hablaba, ellos le responde¬rían. La liebre se alejó dando largos pasos y se sentó entre dos leo¬nas, sin temerlas en absoluto: todos los animales estaban unidos a ella por un sentimiento de amor y comprensión, que también Eva compartía.

—Estos son los Animales de la Luna —dijo la liebre con una voz suave y argéntea como su piel—; son quienes custodian sus miste¬rios y traen mensajes de tu mundo interior, y viven tanto en tus sue¬ños como en el reino de las hadas, donde las bestias hablan y te ha-cen conocer no sólo mágicas maravillas sino también las fuentes de la antigua sabiduría.
Una lechuza de color blanco inmaculado se posó cerca de la niña, y su vuelo fue como un susurro del aire; giró la cara hacia ella y le enseñó los ojos, poseedores del conocimiento de los tiempos.
—Ellos te servirán de guía y te aconsejarán, pues conocen tu ci¬clo de forma instintiva y representan la gracia y la armonía del que vive en armonía con su propia naturaleza. A través de los sueños, uno de los Animales de la Luna puede anunciar tu ovulación o tu menstruación, o hacerte ver imágenes que te acerquen a tu ciclo y te ayuden a mantener una conexión consciente con tu propio ritmo. Debes recordar estos sueños cuando te despiertes, y presta especial atención al de esta noche, ya que el animal con el que sueñas cuando menstruas por primera vez puede seguir relacionado con¬tigo de un modo especial a lo largo de toda tu vida.
Parecía que la liebre sonreía mientras hablaba; luego se dio la vuelta y lentamente se dirigió hacia Eva llevando algo en la boca con gran cuidado: era un minúsculo huevo blanco envuelto en un lazo rojo que dejó suavemente a los pies de la niña; luego se sentó sobre sus patas traseras. Eva, encantada, se acercó para recogerlo; al hacerlo sintió un amor tan inmenso en su interior que deseó con todas sus fuerzas poder cuidar de los que le rodeaban. Los animales suspiraron.
—Este es tu primer óvulo —dijo la liebre—; tu período de ovula¬ción. Las fuerzas y las energías que sentías como virgen han madu¬rado y se han transformado en las de una madre. No las desperdi¬cies, pues ya en el pasado se admitía el hecho de que las mujeres eran fuertes y dinámicas y que asimismo tenían el vigor suficiente para cuidar y nutrir a sus semejantes. Durante la ovulación las ener¬gías son diferentes, pues profundizan hasta un punto que descono¬cías y te hacen tomar conciencia de ese nivel profundo de tu ser y de tu capacidad de amar y cuidar de los demás sin pensar en ti misma. Ese es el momento en que tu deseo creativo refleja el mundo que te circunda.

La calma que inundaba el claro también fluía dentro de Eva, quien sintió que la luna llena brillaba no sólo en el cielo, sino también en su mente y en su útero; se sentía en armonía con la luna y con todo lo que le rodeaba, y comprendió que contaba con fuerzas suficientes como para dar, pues tenía la absoluta certeza de que era capaz de nutrir y dar sustento a los demás. La expre¬sión de su alma parecía brillar a través de su corazón, sus ojos y sus manos.
—En estos momentos de luz puede que sueñes con huevos o con Animales de la Luna. Recuerda tus sueños, ya que ellos anuncian tu ovulación.
La liebre se dio la vuelta y avanzó un corto trecho; luego se detuvo, invitando a Eva a seguirle. Después de dudar unos instantes la niña fi¬nalmente se unió a ella, mientras la oscuridad volvía a cubrir el claro y cada vez hacía más difícil distinguir las siluetas de los Animales.
Recorrieron el bosque hasta llegar a una pradera sobre la que brillaba vivamente el sol, y donde el perfume de las flores era real¬mente intenso: todo parecía vibrar con la energía de la vida. Mien¬tras caminaba entre la hierba, que le llegaba hasta las rodillas, Eva notó que la cantidad de abejas y otros insectos que volaban de flor en flor era inmensa; había enormes margaritas que giraban si¬guiendo al sol, y amapolas salvajes que salpicaban la pradera con su color rojo brillante. Se detuvo un momento para llenar sus pulmo¬nes con el elixir de vida que la rodeaba, y deseó poder quedarse allí para disfrutar de semejante belleza.
Impaciente, la liebre incitó a la niña a seguir y se dirigió hacia un montículo de hierba en el centro de la pradera, desde cuya base surgían una serie de peldaños de piedra blanca que se internaban en la tierra. La liebre se detuvo y puso las patas delanteras en el pri-mero de ellos; por alguna razón que desconocía, Eva estaba inquieta y nerviosa, pero aún así comenzó a descender.
Después de bajar trece escalones se encontró con un arco tallado en la piedra, iluminado por una única antorcha adosada a la pared y cubierto por una bellísima cortina verde bordada con figuras de todo tipo de animales, pájaros y plantas. En la parte superior del arco, entre complicados motivos esculpidos sobre la roca que imita¬ban el diseño de la cortina, había una cavidad que se asemejaba a una copa. Con mucho cuidado la jovencita apartó la cortina y entró en una sombría habitación en forma de cúpula, completamente cir¬cular, cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra roja que cruzaba completamente la sala; en el extremo opuesto había una plataforma sobre cuyo centro se erguía un trono de piedra con un cojín rojo os¬curo y a ambos lados se abrían otros dos arcos de los que colgaban sencillas cortinas de color rojo y negro, sin adornos. De improviso una de ellas se abrió y una mujer entró en la sala.
Era alta, de cabello y ojos oscuros y, a pesar de que sus faccio¬nes eran angulares, sus labios eran carnosos y sensuales. Vestía un traje estrecho y escotado de color escarlata brillante que realzaba su pecho y sus caderas, y terminaba en grandes pliegues que caían al suelo; alrededor de la cintura llevaba una faja con adornos de oro, y a cada paso que daba su cuerpo se balanceaba rítmicamente de un lado a otro. Irradiaba un aura de poder, sexualidad, deseo y oscuri¬dad, y le brillaban los ojos, sugerentes y prometedores. Eva se sentía incómoda en su presencia, pues le provocaba miedo y fascinación al mismo tiempo.
—¡Ven! —fue lo único dijo la Dama Roja con voz severa e impo¬nente. Atravesó el arco por el que acababa de entrar, sujetó la cor¬tina y con un gesto indicó a la niña que le siguiera. Estaba comple¬tamente oscuro. Eva entró y de inmediato se dio la vuelta, pero le fue imposible distinguir ni el más mínimo rastro de luz al otro lado del arco; en contra de lo que esperaba, su miedo inicial se trans¬formó en cansancio y letargo; la oscuridad era cálida y reconfor¬tante, y ahora sólo deseaba quedarse quieta y no hacer nada en ab-soluto. Pero estaba enfadada porque la Dama Roja le había dejado sola en la oscuridad, y su irritación creció hasta convertirse en fasti¬dio y frustración; sintió que la cara le ardía y que los músculos de su cuerpo se tensaban.
En ese momento el ambiente comenzó a iluminarse lentamente hasta que una luz muy intensa se adueñó del lugar. La Dama Roja estaba de pie frente a ella, con un gran espejo en las manos.
—¿Dónde estabas? ¡Te he estado esperando! —dijo la niña brus¬camente, y de inmediato se arrepintió de haberse dirigido a la mujer de forma tan brusca y agresiva.
La Dama Roja le miró fijamente durante lo que pareció una eternidad y a continuación habló.
—Mira —dijo señalando el espejo. Eva dio un paso al frente para poder ver mejor y se encontró con la imagen de su cuerpo des¬nudo. Perpleja examinó la figura minuciosamente pues, a pesar de que sin duda se trataba de ella, no todo se ajustaba a la realidad: te¬nía el pelo liso y grasoso, la cara llena de manchas, y los pechos y el vientre hinchados, con un aspecto deplorable. Empezó a marearse; le dolía la cabeza y se sentía tan desdichada que se puso a llorar desconsoladamente mientras hundía la cara entre las manos.
—¿Qué me ha sucedido? —dijo entre lágrimas—. Estoy horri¬ble... ¡Me detesto!

La voz de la Dama Roja cortó de raíz su autocompasión:

—Vuelve a mirar —dijo con severidad—, y esta vez hazlo con tu ser interior.

La luz entonces se atenuó; vacilante, Eva levantó la cabeza y en¬tonces pudo ver que sus pechos, redondeados y resplandecientes, parecían lunas llenas, y que su vientre reproducía la suave curva de una colina, concediéndole la sensualidad de la mujer adulta; palpó aquel cuerpo sin rechazar semejante cambio sino con el fin de to¬mar conciencia de él, y recordó ciertas pinturas que había visto, en las que las diosas antiguas tenían grandes pechos y vientres pronun¬ciados. Ahora aceptaba su nuevo aspecto, y en el reflejo de su ima¬gen su pelo irradiaba salud y se le iluminaba la piel. —Mira tu útero —dijo con suavidad la Dama Roja. Así lo hizo, y el espejo le devolvió la imagen del Árbol dentro de su vientre: abultado y teñido de rojo, palpitaba con energía dentro de un globo de agua; Eva percibió entonces que esa energía tiraba de ella y la arrastraba hacia su propio interior...
A su alrededor la oscuridad fluía como el agua, y tuvo la sensa¬ción de estar deslizándose hacia abajo a través de las sombrías pro¬fundidades de un lago; sobre su cabeza veía una luz verde que se mezclaba con las tinieblas, y debajo de su cuerpo manaba suave¬mente el rojo profundo del cieno. Con gran lentitud la niña se aden¬tró en él hasta que le hubo cubierto la cabeza, y en ese momento el poder de la oscuridad comenzó a bullir en su cuerpo y le obligó a danzar; mientras se movía, remolinos negros y rojos se agitaban a su alrededor, y se le antojó que estaba inmersa en un caos, en la ma¬teria que da origen a la vida y a la que la vida siempre regresa.
Poco después distinguió un destello de luz y una luna creciente que se abría paso en la penumbra; cuando se acercó descubrió que en realidad no era la luna sino los cuernos de un cráneo de toro que, con el paso del tiempo, se habían descolorido. Los tomó entre sus manos como si fuesen dagas y comenzó girar una y otra vez en la os¬curidad, moviéndose a su propio ritmo y buscando su propio cres¬cendo: se encontró entonces rodeada de energía y, en tal exuberan¬cia, fue testigo de un hecho asombroso: de su útero surgían sinuosos rayos de poder que se internaban entre las sombras, como si de ser¬pientes rojas se tratase. Con la cabeza inclinada hacia atrás y el pelo agitándose vivamente no pudo menos que gritar: era un poder nuevo y salvaje. Se sentía la Destructora, la Devoradora; llevaba un largo collar de calaveras y, alrededor de la cintura, una faja de la que pen¬dían gran cantidad de brazos. Entonces cortó lo viejo, forzando des¬piadadamente el proceso del cambio y la continuidad del tiempo.
De pronto, resonando en el fluido como un tambor, una sola pa¬labra le ordenó: —¡Levántate! —Y con una gracia inesperada y poco frecuenteEva obedeció, abriéndose paso entre las sombras hasta al¬canzar el resplandor verde que le esperaba en la superficie. Asomó la cabeza fuera del agua y se encontró en una gigantesca caverna os¬cura. En el centro había una enorme estatua de una diosa rudimen¬tariamente tallada sobre granito negro, tan lustrado que brillaba; la figura tenía las caderas enterradas en el suelo de la gruta y los bra¬zos extendidos, uno hacia la niña y el otro elevándose hacia la oscu¬ridad. Eva salió del estanque y dio unos pasos hacia la diosa: obser¬vándola desde abajo comprobó que tenía los ojos cerrados y que una gema negra le adornaba la frente.
—¡Teje! —la palabra reverberó entre las rocas y dentro del cuerpo de la asombrada jovencita; en ese instante la piedra preciosa incrustada en la estatua se iluminó y los dedos de la diosa empeza¬ron a despedir miles de finos rayos formados por estrellas, que toca¬ban todas las cosas y se enlazaban en una red que por momentos rodeaba el cuerpo de Eva y otros lo atravesaba; mientras tanto, el estanque no dejaba de latir bajo sus pies. Atrapada entre las dos co¬rrientes de energía, levantó los brazos y dejó que saliera fuego de sus dedos; ahora que la energía podía fluir libremente, adoptó la forma de un hilo de estrellas que Eva tejió a su alrededor. Al igual que la diosa, la niña dirigió su poder hacia la creación, mientras su mente consciente guiaba el flujo pero no controlaba la forma que tomaba; fue entonces que comprendió que el poder para destruir y crear eran una única fuerza, y supo que en su interior albergaba la capacidad de hacer ambas cosas. Con su nueva percepción pudo ver que en el universo todo estaba conectado entre sí, y tomó concien¬cia de que trasladando su poder al mundo material podría encau¬sarlo hacia la profecía, la magia, el arte y el amor. Maravillada, y con las energías en perfecto equilibrio, Eva se detuvo a admirar la belleza de las galaxias y las estrellas que brillaban en lo alto de la caverna.
Poco después una puerta se abrió en la pared y una oscura si¬lueta le hizo señas de que se acercara; al caminar hasta allí, la jo¬vencita demostró tener la elegancia y el aplomo de quien se conoce a sí misma, se ha aceptado y es capaz de responsabilizarse de su po¬der: sus pasos seguros reflejaban que era consciente del lado oculto de la vida.
Tras cruzar la puerta, la niña descubrió un largo vestíbulo de madera iluminado por una hoguera central detrás de la cual, sen¬tada en un trono también de madera, había una mujer cubierta de pies a cabeza por un translúcido velo rojo. A través de él, Eva ape¬nas podía distinguir sus rasgos: tenía pelo negro muy largo, reco¬gido en dos trenzas de las que pendían dos pequeñas manzanas verdes, su piel era blanca como la porcelana, los labios de un color rojo oscuro, y las manos, que apoyaba enlazadas sobre el regazo, eran largas y delicadas.
—Bienvenida, Caminante entre los Mundos —dijo, y parecía que su voz transmitía el crujido de las hojas en otoño—. Mi nombre es Soberanía. —Levantó los brazos bajo el velo a modo de recibimientoy continuó:
—Veo que posees el fulgor del velo rojo. Bienvenida seas, hija sacerdotisa. —Eva sintió que había magia en aquella mujer, y pensó que el sitio ideal para ella debería haber sido un castillo de resplan¬decientes torres y no aquel vacío vestíbulo de madera.
—Este es mi reino. —La niña agudizó su percepción y así pudo ver las tierras a su alrededor, donde de cada punto surgían rayos de luz que se cruzaban sobre el paisaje; al dar un paso hacia adelante notó que sus movimientos hacían crujir la tela de su vestimenta, y entonces se dio cuenta de que ya no vestía su ropa de siempre sino una túnica blanca. Caminó hacia el fuego y, a medida que lo hacía, cada vaivén de sus caderas modificaba el dibujo que formaban las líneas sobre el paisaje; casi de inmediato cambió la estación del año y las fragancias del invierno inundaron sus sentidos. Un instante después vio nacer la luz de la primavera entre la penumbra y a par¬tir de ese momento, una a una, las estaciones empezaron a fluir rít¬micamente a través de su cuerpo. Eva descendió hasta su propio interior, al corazón de sus ener¬gías creadoras, y las indujo a salir de su cuerpo: en cuanto llegaron a sus dedos las mantuvo allí, bajo control, consciente de los ciclos de su cuerpo y de la tierra, y lista para tejer redes en los dos mundos que le circundaban. Soberanía se puso de pie y caminó hacia ella, mientras las líneas de la tierra emanaban de su figura y, formando una espiral, volvían a su punto de origen. Todas las demás mujeres y diosas que Eva había conocido eran más altas que ella, pero esta dama era aproximadamente de su altura y a pesar de que era del¬gada, irradiaba tal majestuosidad que parecía un hada. En sus ma¬nos llevaba una faja verde de la más pura seda, exquisitamente bor¬dada con motivos de granadas plateadas y maíz dorado, que le colocó sobre las caderas mientras decía:
«Ahora eres mi representante. Cuentas con el poder de ver am¬bos mundos, el interior y el exterior, y posees la magia necesaria para crear sobre ellos todos los diseños que desees. Puedes tocar la red de la profecía, la iniciación y la mismísima vida, y este es el re¬galo que te ofrece el menstruar con la luna: conocer instintivamente ambos mundos para que cuando estés rodeada de oscuridad sepas caminar entre ambos y concilies sus energías.
La mujer moderna se mueve tanto en el mundo de la ciencia y la tecnología como en el de la naturaleza y la intuición, que no son absolutos sino complementarios e igualmente reales para ella, por lo que a la hora de equilibrarlos puede hacer que su conciencia fluya de uno a otro. Es por esta razón que todas las mujeres son he¬chiceras y sacerdotisas. »Una mujer que es consciente de su ciclo debe actuar conforme a él, pero también tiene que ser responsable del uso de sus energías y expresiones, así como de los efectos que estas tienen sobre los de¬más. Ser responsable no implica que dejes de hacer uso de tu capa¬cidad, sino que tienes que evitar escudarte en tu ciclo menstrual o utilizarlo como excusa. Es una responsabilidad muy grande que in¬fluirá en ti misma, las demás mujeres, la comunidad, la tierra y las generaciones futuras. —Soberanía elevó las manos a modo de ben¬dición—. Danza y crea tus propios diseños, teje tus conjuros, es¬cribe tus poemas, canta tus historias, pinta tu belleza y da vida a us hijos.» Eratan profundo el amor que Eva sentía por aquella mujer ypor la tierra que no pudo contener las lágrimas, y cada vez que una de ellas caía al suelo, nacía una flor blanca.
La escena del vestíbulo de madera y el paisaje que le rodeaba se desvaneció poco a poco hasta dejarle sumida en la oscuridad una vez más. Bruscamente volvió a abrirse la cortina y entonces Eva vio que la Dama Roja estaba de pie junto a la puerta de la sala circular; al atravesarla se dio cuenta de que ahora se encontraba justo frente al arco por el que había entrado la primera vez, y al mirar a la Dama Roja ya no se sintió amenazada por su sensualidad ni por la oscuridad de sus ojos. La Dama le sonrió.
«Has aceptado lo que eres pero ahora necesitas ser fiel a tu na¬turaleza, y no siempre resulta fácil. Cuando la luna pierde su luz significa que ha llegado el momento de reservar tu vigor físico, pero también de aprovechar las energías sexuales y creativas propias de esta etapa. Es probable que en esos días hables con franqueza y no consigas aceptar lo mundano o la rutina con la misma tolerancia que el resto del mes. Ese es el don de la verdad, pero puede que esta nazca de la ira y la frustración por no haber tenido la posibilidad de ser fiel a ti misma: recuerda que la ira puede hacer que las energías He vuelvan destructivas y te hieran a ti y a los demás si no las canaliza s yles das un uso constructivo y creativo.
»Ya en la antigüedad se conocía la naturaleza destructiva feme¬nina, pero se la aceptaba como parte de su creatividad: la mujer da pero también toma; representa la línea de la continuidad pero es cí¬clica; crea lo nuevo pero también destruye lo viejo. Utiliza tus energías destructivas con sabiduría y nunca olvides que la destrucción y la creación están unidas. Ahora eres responsable de tus acciones porque has tomado conciencia de tu ciclo y de la naturaleza de tus energías, así que ten siempre presente que es mucho más fácil hacer recaer las culpas en el cuerpo y separarlo de la mente que dejarte guiar por tu ritmo y adaptar tu vida a él, que es lo que en realidad debes hacer.»
La Dama Roja subió tres peldaños hasta llegar a la parte supe¬rior de la plataforma y continuó:
—Eres mujer y tu fuerza radica en el hecho de que no eres cons¬tante, pues el ritmo del cambio es el ritmo del universo.
Al sentarse en el trono de piedra su imagen cambió: tanto la piel como el cabello se volvieron más claros, las facciones se suavizaron y el vestido rojo se tino de azul pálido. Casi sin sorpresa, Eva reco¬noció la figura de la Reina Luna.
—Sí —le dijo, en respuesta a la pregunta que la niña no había llegado a formular—; somos la misma, pero en diferentes momen¬tos. En el transcurso del mes soy en parte la Reina Luna y en parte la Dama Roja, pero sólo en los puntos críticos de la menstruación y la ovulación me manifiesto totalmente como una o la otra. —Se puso de pie, bajó los escalones y le indicó que se sentara en el trono—. No tengas miedo.
Vacilante, Eva subió a la plataforma y se sentó sobre el cojín rojo. Todavía estaba tensa a pesar de que su percepción y compren¬sión eran cada vez más grandes, y por ello permaneció recta y er¬guida, intentando mirar a la Reina a los ojos. Y fue entonces que su túnica blanca experimentó un cambio: la parte inferior comenzó a colorearse de rosa claro, luego se volvió intensamente roja y gra¬dualmente el tinte carmesí cubrió todo su traje; en pocos segundos estuvo vestida completamente de rojo sangre. De pronto sintió la necesidad de llevar su conciencia lejos de la habitación y sus alrede¬dores para sumirse nuevamente en la oscuridad, y una vez allí com¬probó que una telaraña de finísimos rayos le unían a la gran diosa negra. En su interior creyó oírle hablar:
—Soy lo invisible de todas las cosas; soy el potencial, la oscuri¬dad del útero previa al renacimiento.
Cuando su conciencia volvió al mundo que la rodeaba, la Reina Luna estaba a su lado, y a pesar de que Eva realmente sentía la ne¬cesidad quedarse allí y no deseaba moverse en absoluto, la Reina le ayudó a ponerse en pie y, adoptando el aspecto de Dama Roja, la acompañó hasta un pequeño hueco en la pared donde había una es¬pecie de cama de piedra cubierta con pieles suaves y tupidas; y allí se quedó la niña, bajo una tenue luz, sintiendo que poco a poco per-
día las ganas de hablar o de seguir pensando. La Dama Roja le arropó con una de las pieles y dijo:
—Duerme el resto de la noche aquí, que el vientre de la tierra te protege. Recuerda tus sueños y no olvides a quienes has conocido.
Se inclinó para darle un beso y siguió mirándole hasta que la jo-vencita cerró los ojos por completo y la escena se disolvió en la os¬curidad. En la calidez del sueño, una voz le susurraba: —Recuerda, recuerda...—. Y sin darse cuenta, Eva se durmió sonriendo.
Despertó cuando un cálido rayo de sol se coló a través de la ven¬tana de su habitación para acariciarle la cara. Se sentía relajada y en paz, y deseaba pasar todo el día tranquilamente bajo el edredón de su cama. Entonces recordó el sueño que había tenido esa noche: las personas y los sitios que había conocido y que le habían pare¬cido tan intensos y reales, eran ahora confusos y distantes, pero ha¬bían generado en su interior una placentera sensación de paz y comprensión, y la idea de que una promesa pronto se haría reali¬dad.
Oyó que el resto de su familia se estaba levantando, así que se sentó en la cama, bostezando y desperezándose. Al mover el cuerpo sintió un goteo cálido e incontrolable entre las piernas; sin perder un instante cogió papel tisú de la mesilla para secarse y ver de qué se trataba, y al levantarlo comprobó que estaba manchado de san¬gre fresca y brillante. En ese preciso momento su madre entró en el cuarto, vio lo que Eva tenía en la mano y escuchó cómo su hija le explicaba rápidamente de dónde provenía la sangre. Con la alegría brillándole en la mirada, la madre salió un momento y volvió con varias compresas. Mientras se las daba a su hija, que estaba ansiosa por saber qué era todo aquello, dijo a modo de explicación: —Sabía que estaba a punto de suceder. —Se sentó en el borde de la cama, junto a la jovencita, y sonrió; luego la abrazó tiernamente y con lá¬grimas en los ojos susurró:

—Mi niña se está haciendo mujer.



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