miércoles, 30 de julio de 2008

El Buscador


Un buscador es alguien que busca, no necesariamente alguien que encuentra. Tampoco es alguien, que necesariamente, sabe qué es lo que está buscando, es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.


Un día el buscador sintió que debía ir a la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, de modo que dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó a lo lejos la ciudad de Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó mucho la atención.

Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores bellas. La rodeaba por completo una especie de valla de madera lustrada. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.

De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspasó el portal y caminó lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de este paraíso multicolor.

Sus ojos eran los de un buscador, y quizás por eso descubrió sobre una de las piedras, aquella inscripción: Aquí yace Abdul Tareg, vivió ocho años, seis meses, dos semanas y tres días.

Se sobrecogió un poco al darse cuenta que esa piedra no era simplemente una piedra, era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estuviera enterrado en ese lugar.

Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta que la piedra de al lado tenía también una inscripción. Se acercó a leerla; decía: Aquí yace Yamin Kalib, vivió cinco años, ocho meses y tres semanas.

El buscador se sintió terriblemente abatido. Ese hermoso lugar era un cementerio y cada piedra, una tumba. Una por una leyó las lápidas; todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.

Pero lo que más le conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años.

Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio, que pasaba por ahí, se acercó; lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

-No, ningún familiar, -dijo el buscador.

-¿Qué pasa con este pueblo? ¿Qué cosa terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cual es la horrible maldición que pesa sobre este gente que los ha obligado a construir un cementerio de niños?.

El anciano respondió:

-Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que sucede es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como ésta que tengo aquí colgando del cuello. Y es tradición entre nosotros que a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella: a la izquierda, qué fue lo disfrutado....a la derecha, cuanto tiempo duró el gozo. Conoció a su novia, y se enamoró de ella. ¿Cuanto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿una semana? ¿dos? ¿tres semanas y media? Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso de la primera noche, ¿cuanto duró? ¿el minuto y medio del beso....? ¿dos días...? ¿una semana...? Y el casamiento de sus amigos..? ¿Y el viaje más deseado...? ¿Y el encuentro con quien vuelve de un país lejano...? ¿Cuanto tiempo duró el disfrutar de esas sensaciones...? ¿Horas...? ¿Días...? Así... vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos.

Cuando alguien muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba, porque es, amigo caminante, el único y verdadero tiempo vivido.

Dr. Jorge Bucay

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